Extraño safari by Rocco Sarto

Extraño safari by Rocco Sarto

autor:Rocco Sarto
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Novela
publicado: 2015-05-27T22:00:00+00:00


CAPÍTULO VI

FRANCISCA se sentó a mi lado y poco después dormía como un bebé apoyada en mi hombro. Me Invadió una ternura que hacía tiempo no sentía, por los menos de aquel modo, ligeramente alejada de la más fervorosa sexualidad.

Yo no pude volver a dormirme. A las seis de la mañana un grupo de hacheros trepó al vagón y se acomodaron en los primeros asientos. Continuaba lloviendo y el cielo se aclaraba lánguidamente sobre una bruma densa y blanca.

La desperté a las ocho y media.

—Vamos, pequeña, o perderás a tus arqueólogos.

Abrió los ojos y se sorprendió. Apartó el rostro de mi hombro y sonrió.

—¿Qué hora es?

—Hora de que desentumezca mi brazo.

—Lo siento —dijo Francisca—, estaba exhausta.

—¿De verdad?

Y los dos nos sonreímos.

El tren describió una amplia curva y comenzó a aminorar la velocidad.

—¿Adónde vas tú? —preguntó poniéndose de pie y estirando su cuerpo de pantera adormecida.

Lo pensé en un segundo. Podía descender con ella y llevarla hasta Berlín a unos cincuenta kilómetros de la estación y luego proseguir mi viaje hasta Lérida. Allí contactaría con uno de los múltiples amigos de Mariano que me proporcionaría la barca y lo que necesitara.

—Te llevaré hasta tu destino.

—¿Cómo lo harás? —preguntó con un mohín cómico.

Los hacheros la observaron con admiración y respeto. Ella les sonrió.

—Ven, he de buscar mi cabalgadura.

Descendimos del tren y arrastramos las mochilas hasta el vagón de carga. Uno de los maquinistas me ayudó con la Honda y me miró con ojos legañosos.

—No es buena época para motocicletas —dijo con seriedad.

—Lo sé, gracias.

—¡Es fantástica! —exclamó la muchacha.

—Ponte tu capa de espadachín impermeable y larguémonos de aquí.

Se sentó a mi espalda y cruzó los brazos alrededor de mi cuerpo. Podría haberla llevado volando a la Luna, como diría Sinatra.

—¿Vas a Berlín?

—Sólo a entregar la mercadería —dije y lancé mi cabalgadura a todo gas por la carretera.

El camino era sinuoso y la lluvia no contribuía en nada a hacerlo más transitable. Llegamos a Berlín y nos regalamos un apetitoso desayuno.

—Iré a preguntar por mi grupo —dijo ella mientras yo acomodaba la mochila en la motocicleta.

—¿Podré encontrarte en algún sitio cuando acabe tu aventura?

Me miró de un modo especial.

—¿Por qué no vienes conmigo?

—Tengo algo que hacer —dije—, pero me gustaría volver a encontrarte, siempre que no haya un marido amante o un novio con esperanzas.

—No los hay.

Me besó en la mejilla, miró profundamente dentro de mi cerebro a través de mis ojos encendidos y se marchó.

Me obligué a no mirarla y continué atando mis petates en la Honda. Cuando estuve dispuesto regresé al bar donde habíamos desayunado y entré en el lavabo para cambiar mi indumentaria y disponer una de las escopetas de repetición para un uso sorpresivo. Envolví el arma en una manta y regresé adonde había dejado la motocicleta.

Dos policías miraban la máquina y a lo lejos, junto a uno de los surtidores de la única y rotosa gasolinera, alcancé a divisar el jeep de los mestizos.

Viajaban con rapidez.

Uno de los policías ostentaba el grado de sargento y se volvió hacia mí. Era obeso, desagradable, con una barba de varios días en su rostro gordo y redondo.



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